A veces Pentecostés…
A veces el Espíritu no baja en forma de paloma. A veces baja en forma de corazón y tiza.
No siempre habla en lenguas de fuego. A veces susurra en voz baja, cuando una docente decide no gritar y une estudiante decide quedarse para hablar de sus heridas. Cuando el aula huele a barro y a futuro, no a incienso ni a olvido.
Andrés Manjón, que no nació teólogo pero fundó una escuela con alma de Evangelio, lo supo bien: Pentecostés no fue solo el nacimiento de la Iglesia, sino el despertar de los maestros/as. El primer día del Espíritu enseñando.
“La Redención, la Resurrección, la Ascensión y Pentecostés […] son soluciones de los más altos problemas del hombre y de la educación.”
(Hojas Evangélicas y Pedagógicas, ca. 1946)
Pentecostés no es una fiesta: es una fuerza. Pentecostés no es fiesta litúrgica. Es acto pedagógico. Es Dios diciendo: enseñad como yo enseño: desde dentro, desde abajo, desde el amor.
Cuando el Espíritu se hace educador
El Espíritu no necesita pizarra. Le basta el corazón de quien enseña.
No corrige con rojo, corrige con luz.
Manjón no hablaba del Espíritu solo como idea, sino como soplo que entra por las rendijas del aula de sus cuevas, por la paciencia de quien siempre compaña, por el silencio de quien escucha.
El Espíritu enseña como enseñaba Jesús: con gestos, con errores, con ternura. Porque a veces, el último maestro no es quien más sabe, sino el error que fue abrazado, el tropiezo que fue comprendido.
Siete llamas para el aula: los dones del Espíritu:
Sabiduría
Como decía Gandalf: “La sabiduría no siempre reside en la fuerza, sino en la comprensión de la fragilidad y la posibilidad de cambio”. La sabiduría no grita, no impone, no ocupa el centro. Prefiere sentarse a la sombra, donde pueda ver mejor lo invisible. Sabe que un niño triste necesita más un silencio que lo acoja que un discurso que lo corrija. En medio de los ruidos del aula, quien posee este don es capaz de distinguir el susurro de un alma que se está rompiendo.
Para Manjón, sin ternura no hay sabiduría posible. “Enseñar sin ternura es como sembrar en piedra”, decía. Y lo vivía. Su sabiduría era una pedagogía de la compasión: de mirar a los niños pobres no como carencias, sino como promesas. Por eso enseñaba sin elevarse: se agachaba, se arrodillaba si hacía falta, porque sabía que el corazón del niño es sagrado y que hay que entrar descalzo.
La sabiduría no da la última palabra. No necesita tener razón. Le basta con abrir una ventana. Enseña a mirar desde abajo, desde la herida, desde el polvo. Porque allí donde el mundo dice “fracaso”, la sabiduría dice “camino”. Por eso en las Escuelas del Ave María, Manjón no solo enseñaba: despertaba el alma para que aprendieran a mirar.
Entendimiento
Hay quien entiende con el cuerpo antes que con el texto. Manjón lo sabía: el entendimiento no nace de repetir lo que otros dijeron, sino de tocar con las manos, de oler la tierra, de construir con los dedos. Por eso en su escuela se aprendía con herramientas, con barro, con mapas al sol. El niño comprendía el mundo mientras lo sembraba.
“La acción es superior a la intuición”, afirmaba. Y con ello, defendía una pedagogía activa, no porque estuviera de moda, sino porque era fiel al modo en que Dios enseña: haciendo vivir. El entendimiento no es una fotocopia, es una fermentación interior. Algo cambia en el niño cuando comprende de verdad: lo que antes era ajeno, se vuelve suyo.
Para Manjón, quien enseña debe permitir que el alumno descubra mientras hace, se equivoque mientras intenta, comprenda mientras vive. Porque “entender es transformar, no repetir”. Por eso, el verdadero maestro no teme que el niño le contradiga, ni que tome caminos distintos. Celebra que el alma del niño se encienda por sí misma.
Consejo
Hay personas que enseñan a resolver ejercicios, y otras que enseñan a vivir. El consejo no se impone: se ofrece. No es martillo, es brújula. No obliga: acompaña. El que posee este don camina al lado, no delante. Espera en las bifurcaciones. No dice “haz esto”, sino “¿qué ves tú?”.
Manjón lo encarnó. Para él, el maestro no era un instructor, sino “un guía de vida”. “Los niños no se educan con preceptos, sino con ejemplos vivos”, decía. Por eso el consejo, en su escuela, no se daba con palabras: se daba con el modo de mirar, de cuidar, de perdonar. El maestro era presencia que orienta, no manual que dicta.
Quien aconseja desde el Espíritu no suple la libertad del otro: la despierta. Deja que el niño elija, aunque se equivoque. Porque sabe que el crecimiento espiritual no se puede dictar: solo se puede suscitar. Y en ese proceso lento, frágil y sagrado, el maestro manjoniano es ante todo acompañante que guarda el paso.
Fortaleza
Hay mañanas en que el aula duele. Porque educar es amar, y amar implica heridas. Y sin embargo, quien educa vuelve. No por obligación, sino por fidelidad. No porque no duela, sino porque espera. La fortaleza no es dureza: es ternura que resiste. Es preguntarse con amor, incluso cuando no hay respuestas.
Manjón vivió la fortaleza como cruz alegre. “Cruz y sacrificio son palabras sinónimas”, escribía. No era retórica. Sabía lo que era cargar con el desprecio, la incomprensión y la miseria. Pero no se quejaba: amaba más. Su fortaleza era silenciosa, como el agua que no cesa. Como el amor que no se rinde aunque no lo aplaudan.
“La educación es obra de titanes”, decía. Y lo era. Titanes no por el poder, sino por la perseverancia por la envergadura del proyecto. Por eso, en su pensamiento, la idea no era enseñar a los niños y niñas a ser fuertes contra los demás, sino fuertes para los demás. Resistir sin endurecerse. Amar sin que se marchite la esperanza.
Ciencia
La ciencia verdadera no separa: conecta. Une las estrellas con las preguntas. El suelo con el cielo. El Evangelio con el huerto. Para Manjón, no había conflicto entre fe y saber. Ambos nacen del mismo asombro, y ambos llevan al mismo destino: comprender el mundo para amarlo más.
“Todo el mundo creado es libro de Dios”, repetía. Por eso enseñaba ciencias entre los olivos, geometría al aire libre, catecismo sobre las piedras. Porque la realidad entera hablaba de Dios, si se la sabía mirar. Y enseñar ciencia era enseñar a leer ese lenguaje sagrado, donde lo visible revela lo invisible.
En su escuela, el saber era integrador. Nada se enseñaba por separado. “La verdadera ciencia no fragmenta al niño, lo unifica”. Por eso podía hablar de raíces cuadradas al tiempo que hablaba del Reino de los Cielos. Porque todo conocimiento, si es auténtico, educa también el alma.
Piedad
Piedad no es sentimentalismo. No es una cara de cera ni un rezo mecánico. Es ternura hecha hábito. Silencio hecho escucha. Es cuidar sin que se note, rezar sin mostrar. Es poner el alma entera al servicio del otro, con humildad, con delicadeza, como quien lava los pies del mundo.
“Quien enseña debe parecerse a un ángel custodio”, decía Manjón. No por ser perfecto, sino por ser protector. Por irradiar amabilidad. Por saber estar sin imponer, y consolar sin hacer ruido. El maestro piadoso no predica: vive. No exige virtudes: las encarna.
La piedad es ese gesto que nadie ve pero que sostiene todo. Es un modo de estar en el aula como quien pisa tierra santa. Es una actitud de reverencia hacia cada niño. Porque cada uno de ellos es un misterio, y el maestro que ama como Dios ama, se quita las sandalias antes de entrar en su corazón.
Temor de Dios
Temor no es miedo. Es reverencia. Es temblor interior. Es saber que cada criatura, cada niñe, cada gesto… tiene peso eterno. El temor de Dios es ese estremecimiento que nace cuando uno se da cuenta de que está tocando algo sagrado.
“Entrar en clase es como entrar en tierra santa”, afirmaba Manjón. Y lo vivía. Su vocación era una misión, no un oficio. Sabía que educar no era moldear mentes, sino tocar almas. Y que eso nunca se debía hacer sin humildad, sin oración, sin temblor.
Este don es el que sostiene todos los demás. Porque recuerda al maestro que nada de lo que hace es banal. Que cada gesto deja marca. Que la infancia es santuario. Y que quien no tiembla ante ella, no debería entrar. El maestro manjoniano entra con el alma descalza.
Referencias APA
- Tolkien, J. R. R. (2005). El Señor de los Anillos (L. Domènech, Trad.). Minotauro. (Obra original publicada en 1954–1955)
- Manjón, A. (1920). El Maestro Mirando hacia Dentro (3.ª ed.). Granada: Editorial Ave María.
- Manjón, A. (1924). Catequistas Pedagógicas del Ave María. Granada: Imprenta-Escuela Ave María.
- Manjón, A. (1916). Hojas Paterno-Escolares del Ave María. Granada: Imprenta-Escuela Ave María.
Pentecostés sucede
No hay que esperarlo en el calendario.
Sucede cuando una docente escucha más de lo que habla.
Sucede cuando un error no se castiga, sino que se acompaña.
Sucede cuando quien enseña deja de enseñar para imponerse, y empieza a enseñar para liberar.
Cuando el fuego no quema, sino alumbra.
Entonces, sin palomas, sin lenguas, sin ruido…
sucede Pentecostés.