Queridos maestros y colaboradores:
Os agradezco, no sin cierto rubor, la muestra de afecto que hoy me brindáis en este día que la tradición señala como mío. Sin embargo, permitidme que os diga que el verdadero motivo de celebración no soy yo, sino la obra que entre todos hemos levantado, la que se extiende como un río de esperanza entre los más pequeños y desamparados. A ellos, y solo a ellos, debemos dedicar nuestras fuerzas y alegrías.
No hallo mérito en lo que hago, pues más que un sacrificio, es un deber. El verdadero reconocimiento no debe estar en nombres ni fechas, sino en los rostros de esos niños que, gracias a vuestra dedicación, tienen ahora luz donde antes había sombra, pan donde hubo hambre, y alegría donde hubo desconsuelo. Es a ellos a quienes debemos dedicar cada esfuerzo, porque cada paso que damos por los pobres es un paso hacia el cielo.
Ruego que vuestra felicitación se traduzca no en palabras, sino en redoblar el empeño de nuestra misión, pues mientras quede un solo niño ignorante o hambriento, nuestro trabajo no estará concluido. Que este día, más que una fiesta, sea un recordatorio de que aún hay mucho por hacer, y que la grandeza no reside en el homenaje, sino en la entrega y el servicio humilde.
Dejadme, pues, con mi habitual labor, y llevad este espíritu a vuestras aulas. Sed maestros no solo de letras, sino también de virtudes, y haced de cada niño un hombre cabal y justo.
Vuestro hermano en esta obra,
Andrés Manjón