La Maestra Migas: El Encuentro que Cambió mi Vida
Era una tarde de estío, de esas en las que el calor se pasea pesado sobre un aire casi pegajoso. El sol se derramaba lento tras las colinas de Granada, y yo, Andrés Manjón, caminaba por las empinadas y polvorientas calles del Sacro-Monte, a lomos de mi burra. Los extrarradios de Granada, donde el hastío y la dejadez se mezclaban con el sudor de los hombres y el doloroso aroma de la miseria, se desplegaban ante mis ojos.
Cada paso me acercaba a la Abadía del Sacromonte, al mismo tiempo que me alejaba de la burbuja de mi cátedra, de los libros doctos y de las aulas que por tantos años fueron mi refugio y compromiso. Mas el peso que llevaba conmigo no era solo el del calor o el del polvo. Era el peso del alma, una inquietud profunda que, desde hacía tiempo, venía royéndome por dentro.
Había entregado mi vida al saber, a los estudios profundos, a los tratados teológicos y a la enseñanza en las universidades. Sin embargo, algo se quebraba en lo más hondo de mi ser. A pesar de los logros alcanzados, sentía que mi vida no colmaba el verdadero propósito para el que había sido llamada.
Recuerdos de Pobreza en mi Vida
Este sentimiento no era nuevo. Ya de niño, en Sargentes de la Lora, fui testigo de la pobreza que nos rodeaba. Vi a mi madre doblegarse en esfuerzos por atender a nuestra familia. Más tarde, en Valladolid, al estudiar Derecho, los rostros de los desheredados en las calles me hicieron ver la injusticia: para ellos, el saber era un lujo inalcanzable.
En Granada, durante mis primeros años como catedrático, las visitas a las cuevas del Beiro y los miserables arrabales de Villarejo me enfrentaron a una realidad aún más cruda.
El Encuentro con la Maestra Migas
Esas experiencias, lejos de desvanecerse, encendieron una llama en mí que ya no podía ignorar. Esa tarde, mis pies me guiaron hacia un rincón más olvidado aún, un paraje donde la pobreza era una compañera constante. Junto a una pequeña cueva de barro y paja, la encontré. La maestra Migas, rodeada de niños harapientos, con la piel quemada por el sol y los estómagos vacíos. Con una pizarra rota y una tiza gastada, intentaba enseñarles las letras y oraciones.
Sentí una punzada en el pecho al ver a los niños descalzos, con los ojos opacados por la miseria, y aun así, atentos y llenos de sed de aprender. Esta imagen me quebró el alma.
Me detuve, incapaz de seguir adelante. Los niños miraban a la maestra con una devoción que jamás había visto en los salones universitarios. Y en ese preciso instante lo comprendí: todo lo que había estudiado, todo lo que había enseñado, carecía de sentido si no llegaba a ellos. Aquella mujer, sin más que su voluntad y un corazón abnegado, encarnaba la verdadera esencia de la enseñanza. Y yo, que tanto había leído y hablado, hasta ese momento no había comprendido qué era enseñar de verdad: voluntad, corazón y entrega.
Un Cambio en mi Vida: Las Escuelas del Ave María
De pronto, el calor se tornó insoportable. El sudor me corría por la frente, pero no era el sol; era el peso de la verdad, que me aplastaba con fuerza. ¿Qué sentido tenía mi erudición, si no podía aliviar el sufrimiento de esos pequeños? ¿De qué valía ser canónigo, si el Evangelio que predicaba no se encarnaba en la vida de los más pobres?
El viento levantó una nube de polvo que se enredaba en mis vestiduras, como una metáfora de mi vida: viento que barría lo accesorio. Cerré los ojos y, con una certeza que atravesaba mi ser, lo supe: todo lo que había hecho hasta ese día no tenía valor si no me entregaba a esos niños, a los desheredados, a los olvidados.
Algo dentro de mí se rompió, o más bien, nació para siempre. Me vi a mí mismo, años atrás, sentado en mi despacho, perdido en lecturas que creía trascendentales. Pero, bajo el sol ardiente y la mirada de esos niños hambrientos, comprendí que mi verdadero deber no estaba en los libros, sino en la vida misma, entre aquellos que no tenían nada.
El dolor fue hondo, pero junto a él vino la claridad. Si hasta ese día había vivido para el saber, desde entonces viviría también para el hacer. Las Escuelas del Ave María comenzaron a tomar forma en mi mente, no como un proyecto de caridad, sino como una verdadera revolución del alma. Sabía que debía dedicar mi vida a algo nuevo, algo que no solo enseñara a leer y escribir, sino que les devolviera su dignidad.
La maestra Migas me miró, tal vez comprendiendo el torbellino que se agitaba en mi interior. El sol, ya cercano al ocaso, comenzaba a descender, y sentí cómo la inquietud que me atormentaba comenzaba a disiparse, dando paso a una esperanza luminosa.
Cuando el sol se ocultaba tras las colinas, me alejé de aquel lugar con un paso más firme, más sereno y seguro. Había encontrado mi verdadero destino. Dejaba atrás al Andrés Manjón de los salones universitarios, y abrazaba al hombre de la calle que, por fin, comprendía el sentido último de la enseñanza. Y en ese nuevo camino, encontré la paz y la felicidad que por tanto tiempo había buscado.